VII

Regreso a mi mesa. A través del ventanal, por sobre los edificios, se ve un cielo limpio, bien celeste. Me dan ganas de estar al sol en una plaza. Estoy pensando eso cuando aparece Sosa y se sienta en mi mesa.

_Cómo andás? –pregunta apurado, a modo de saludo.

Su saco está arrugado, y su pelo algo despeinado; lleva la camisa abrochada hasta el último botón, pero no usa corbata; hay algo en esa ausencia que siempre me inquieta. Al sentarse en frente mío apoya un maletín de cuero en la silla vecina.

_Cómo andas? –repite

_ Bien –contesto.

La situación me sorprende; yo no soy amigo de Sosa, apenas intercambiamos saludos y no mucho más. Lo miro callado, casi cómo interrogándolo. Finalmente habla

_ Tengo un problema – dice. Luego mira hacia los costados, se inclina levemente hacia adelante, y bajando el tono de voz, susurra:

_ Necesito juntar una plata hoy… estoy vendiendo algunas cosas

_ No, disculpame…

Sosa da un golpe con el puño a la mesa

_ Pero si no sabes lo que te voy a ofrecer!

_ Es que no tengo efectivo –me excuso, y aparto la vista buscando a Chiquito.

_ No seas idiota! Dejame hablar por lo menos!

Lo miro a Sosa. Su mano derecha tiembla sobre la mesa; la mano izquierda la tiene apoyada sobre el maletín. Pasa la mano derecha por su cabello, luego se seca la transpiración en la frente, y sin mirarme dice

_ Disculpame.

Toma el maletín, abandona la mesa y se dirige al fondo del bar.

A los pocos minutos, un ruido tremendo, seco, metálico, me estremece. Un tiro, sé que es un tiro.

Chiquito me mira, y sale corriendo hacia el baño.

Yo me levanto, y me voy del bar.

 

 

 

 

 

 

VI

Chiquito se dirige hacia la mesa de la ventana a atender a una joven pareja que acaba de entrar al bar, y yo dejo la barra para ubicarme en la mesa de ajedrez.

Allí me siento todas las mañana a hacer mi movida, a contestar la jugada de mi adversario ausente.

No lo conozco, no sé a quién me enfrento, sólo sé que al llegar al bar debo continuar la contienda.

Todo comenzó hace unos meses, una mañana de Marzo. Había ido al baño a comprarle a Luis un paquete de cigarrillos, y a  intercambiar los insultos de costumbre, al salir pasé por esta mesa y observé extrañado las sillas vacías y las piezas dispuestas como para comenzar una partida.

Me detuve un segundo, y si pensarlo mucho, casi como una travesura, moví el peón blanco dos casilleros. Peón cuatro Rey. Después seguí mi camino hasta mi mesa a continuar mi lectura.

Ese día, nadie ocupó esa mesa hasta que me fui del bar.

Al día siguiente, aburrido, decidí que ya era hora de ir a saludarlo a Luis. Lo cierto es que ya me había olvidado del tablero de ajedrez, por lo que me sorprendió no solo encontrarlo todavía en esa mesa, sino también ver que alguien había contestado mi apertura adelantando el peón del alfil dama.

_La defensa siciliana –pensé.

Me acerqué a la barra y le pregunté a Chiquito si sabía de quién era el tablero…

_ Ni idea- contestó sin interés- ayer ya estaba ahí cuando llegué.

_ Pero no hay nadie jugando?

Chiquito hizo una mueca con la boca

_ No vi a nadie, no. Pensé en guardarlo, pero me pareció que quedaba bien. Le da un toque intelectual al bar no?

No le contesté.

Fui al baño, y le pregunté a Luis si jugaba al ajedrez. Me contestó una grosería que casi me vence y me hace reír.

Al salir del baño me detuve en la mesa, miré alrededor, y finalmente me senté.

Sabía bien cómo seguir la partida, pero me intrigaba ver que contestaría luego mi oponente.

Liberé al caballo Rey para amenazar al centro del tablero; luego permanecí unos minutos sentado viendo el tablero y finalmente regresé a mi mesa.

Desde ese momento que la partida continua.

Con el tiempo, he debido consultar a mis viejos libros de ajedrez, y aprender a dominar la ansiedad mientras espero la jugada de mi oponente.

Días atrás, en una jugada precipitada, perdí a mi Reina. Ahora quedan menos piezas sobre el tablero.

Miro el tablero con atención; mi oponente ha movido la torre negra hacia el rincón en la última línea.

Jaque.

Mi  Rey está en peligro. Mis esperanzas se encuentran en un peón avanzado, y en la posibilidad de que una equivocación de mi rival me permita coronarlo. Resignado, me repliego y cubro a mi Rey con un caballo.

Me pongo de pie y contemplo el tablero desde lo alto. Temo que el desenlace esté cerca.

Preocupado, presiento que si pierdo, jamás conoceré a mi adversario.